Pasé la noche dando vueltas en la cama, incapaz de dormir. Aquello era una
locura y aún estaba a tiempo de escapar de ella. Sólo tenía que decidir no volver
a la tienda. Podría quedarme en casa con mi madre, ayudarla a sacudir los
colchones y a fregar el suelo con aceite de linaza; charlar con las vecinas en la
plaza, acercarme después al mercado de la Cebada a por un cuarterón de
garbanzos o un pedazo de bacalao. Podría esperar a que Ignacio regresara del
ministerio y justificar el incumplimiento de mi cometido con cualquier simple
mentira: que me dolía la cabeza, que creí que iba a llover. Podría echarme un
rato tras la comida, seguir fingiendo a lo largo de las horas un difuso malestar.
Ignacio iría entonces solo, cerraría el pago con el gerente, recogería la máquina
y allí acabaría todo. No volveríamos a saber más de Ramiro Arribas, jamás se
cruzaría de nuevo en nuestro camino. Su nombre iría cayendo poco a poco en el
olvido y nosotros seguiríamos adelante con nuestra pequeña vida de todos los
días. Como si él nunca me hubiese acariciado los dedos con el deseo a flor de
piel; como si nunca me hubiese comido con los ojos desde detrás de una
persiana. Era así de fácil, así de simple. Y yo lo sabía.
Lo sabía, sí, pero fingí no saberlo. Al día siguiente esperé a que mi madre
saliera a sus recados, no quería que viera cómo me arreglaba: habría
sospechado que algo raro me traía entre manos al verme compuesta tan de
mañana. En cuando oí la puerta cerrarse tras ella, comencé a prepararme
apresurada. Llené una palangana para lavarme, me rocié con agua de lavanda,
calenté en el fogón las tenacillas, planché mi única blusa de seda y descolgué las
medias del alambre donde habían pasado la noche secándose al relente. Eran
las mismas del día anterior: no tenía otras. Me obligué a sosegarme y me las
puse con cuidado, no fuera con las prisas a hacerles una carrera. Y cada uno de
aquellos movimientos mecánicos mil veces repetidos en el pasado tuvo aquel
día, por primera vez, un destinatario definido, un objetivo y un fin: Ramiro
Arribas. Para él me vestí y me perfumé, para que me viera, para que me oliera,
para que volviera a rozarme y se volcara en mis ojos otra vez. Para él decidí
dejarme el pelo suelto, la melena lustrosa a media espalda. Para él estreché mi
cintura apretando con fuerza el cinturón sobre la falda hasta casi no poder
respirar. Para él: todo sólo para él.
Recorrí las calles con determinación, escabullendo miradas ansiosas y
halagos procaces. Me obligué a no pensar: evité calcular la envergadura de mis
actos y no quise pararme a adivinar si aquel trayecto me estaba llevando al
umbral del paraíso o directamente al matadero. Recorrí la Costanilla de San
Andrés, atravesé la plaza de los Carros y, por la Cava Baja, me dirigí a la Plaza
Mayor. En veinte minutos estaba en la Puerta del Sol; en menos de media hora
alcancé mi destino.
Ramiro me esperaba. Tan pronto intuyó mi silueta en la puerta, zanjó la
conversación que mantenía con otro empleado y se dirigió a la salida cogiendo
al vuelo el sombrero y una gabardina. Cuando lo tuve a mi lado quise decirle
que en el bolso llevaba el dinero, que Ignacio le mandaba sus saludos, que tal
vez aquella misma tarde empezaría a aprender a teclear. No me dejó. No me
saludó siquiera. Sólo sonrió mientras mantenía un cigarrillo en la boca, rozó el
final de mi espalda y dijo vamos. Y con él fui.
El lugar elegido no pudo ser más inocente: me llevó al café Suizo. Al
comprobar aliviada que el entorno era seguro, creí que quizá aún estaba a
tiempo de lograr la salvación. Pensé incluso, mientras él buscaba una mesa y me
invitaba a sentarme, que tal vez ese encuentro no tenía más doblez que la
simple muestra de atención hacia una clienta. Hasta comencé a sospechar que
todo aquel descarado galanteo podría no haber sido más que un exceso de
fantasía por mi parte. Pero no fue así. A pesar de la inofensividad del ambiente,
nuestro segundo encuentro volvió a colocarme en el borde del abismo.
—No he podido dejar de pensar en ti ni un solo minuto desde que te fuiste
ayer —me susurró al oído apenas nos acomodamos.
Me sentí incapaz de replicar, las palabras no llegaron a mi boca: como
azúcar en el agua, se diluyeron en algún lugar incierto del cerebro. Volvió a tomarme una mano y la acarició al igual que la tarde anterior, sin dejar de
observarla.
—Tienes asperezas, dime, ¿qué han estado haciendo estos dedos antes de
llegar a mí?
Su voz seguía sonando próxima y sensual, ajena a los ruidos de nuestro
alrededor: al entrechocar del cristal y la loza contra el mármol de las mesas, al
runrún de las conversaciones mañaneras y a las voces de los camareros
pidiendo en la barra las comandas.
—Coser —susurré sin levantar los ojos del regazo.
—Así que eres modista.
—Lo era. Ya no. —Alcé por fin la mirada—. No hay mucho trabajo
últimamente —añadí.
—Por eso ahora quieres aprender a usar una máquina de escribir.
Hablaba con complicidad, con cercanía, como si me conociera: como si su
alma y la mía llevaran esperándose desde el principio de los tiempos.
—Mi novio ha pensado que prepare unas oposiciones para hacerme
funcionaria como él —dije con un punto de vergüenza.
La llegada de las consumiciones frenó la conversación. Para mí, una taza de
chocolate. Para Ramiro, café negro como la noche. Aproveché la pausa para
contemplarle mientras él intercambiaba unas frases con el camarero. Llevaba un
traje distinto al del día anterior, otra camisa impecable. Sus maneras eran
elegantes y, a la vez, dentro de aquel refinamiento tan ajeno a los hombres de mi
entorno, su persona rezumaba masculinidad por todos los poros del cuerpo: al
fumar, al ajustarse el nudo de la corbata, al sacar la cartera del bolsillo o llevarse
la taza a la boca.
—Y ¿para qué quiere una mujer como tú pasarse la vida en un ministerio, si
no es indiscreción? —preguntó tras el primer trago de café.
Me encogí de hombros.
—Para que podamos vivir mejor, imagino.
Volvió a acercarse lentamente a mí, volvió a volcar su voz caliente en mi
oído.
—¿De verdad quieres empezar a vivir mejor, Sira?
Me refugié en un sorbo de chocolate para no contestar.
—Te has manchado, deja que te limpie —dijo.
Acercó entonces su mano a mi rostro y la expandió abierta sobre el
contorno de la mandíbula, ajustándola a mis huesos como si fuera ése y no otro
el molde que un día me configuró. Puso después el dedo pulgar en el sitio
donde supuestamente estaba la mancha, cercano a la comisura de la boca. Me
acarició con suavidad, sin prisa. Le dejé hacer: una mezcla de pavor y placer me
impidió realizar cualquier movimiento.
—También te has manchado aquí —murmuró con voz ronca cambiando el
dedo de posición.
El destino fue un extremo de mi labio inferior. Repitió la caricia. Más lenta,
más tierna. Un estremecimiento me recorrió la espalda, clavé los dedos en el
terciopelo del asiento.
—Y aquí también —volvió a decir. Me acarició entonces la boca entera,
milímetro a milímetro, de una esquina a otra, cadencioso, despacio, más
despacio. A punto estuve de hundirme en un pozo de algo blando que no supe
definir. Igual me daba que todo fuera una mentira y en mis labios no hubiera
rastro alguno de chocolate. Igual me daba que en la mesa vecina tres venerables
ancianos dejaran suspendida la tertulia para contemplar la escena enardecidos,
deseando con furia tener treinta años menos en su haber.
Un grupo ruidoso de estudiantes entró entonces en tropel en el café y, con
su bullanga y sus carcajadas, destrozó la magia del momento como quien
revienta una pompa de jabón. Y de pronto, como si hubiera despertado de un
sueño, me percaté atropelladamente de varias cosas a la vez: de que el suelo no
se había derretido y se mantenía sólido bajo mis pies, de que en mi boca estaba
a punto de entrar el dedo de un desconocido, de que por el muslo izquierdo me
reptaba una mano ansiosa y de que yo estaba a un palmo de lanzarme de
cabeza por un despeñadero. La lucidez recobrada me impulsó a levantarme de
un salto y, al coger el bolso de forma precipitada, tumbé el vaso de agua que el
camarero había traído junto con mi chocolate.
—Aquí tiene el dinero de la máquina. Esta tarde a última hora irá mi novio
a recogerla —dije dejando el fajo de billetes sobre el mármol.
Me agarró por la muñeca.
—No te vayas, Sira; no te enfades conmigo.
Me solté de un tirón. Ni le miré ni me despedí; tan sólo me giré y emprendí
con forzada dignidad el camino hacia la puerta. Únicamente entonces me di
cuenta de que me había derramado el agua encima y llevaba el pie izquierdo
chorreando.
Él no me siguió: probablemente intuyó que de nada serviría. Tan sólo
permaneció sentado y, cuando me empecé a alejar, lanzó a mi espalda su última
saeta.
—Vuelve otro día. Ya sabes dónde estoy.
Fingí no oírle, apreté el paso entre la marabunta de estudiantes y me diluí
en el tumulto de la calle.